Cuento ganador de la etapa local de los Juegos Bonaerenses 2024-Cultura Adultos Mayores

El día anterior, el rector del colegio nos había dicho que podíamos llevar la radio para escuchar el sorteo. Así fue que minutos antes de las ocho de la mañana ya estábamos todos los varones del curso alrededor de la Spica. Las chicas nos hacían el aguante, sin involucrarse demasiado, claro, y el profesor de química, un tipo macanudo, al que siempre teníamos en la primera hora, nos miraba con cierto enternecimiento.

Yo estaba cagado hasta las patas, no quería para nada hacer la colimba. En cambio, a la mayoría no le importaba demasiado.

-Y bueno si toca habrá que hacerla – decía Luis- tampoco es que vamos a ir a la guerra…

Mucho no me conformaba la respuesta, para mí era un año perdido al pedo, yo quería terminar la secundaria, y empezar a trabajar lo antes posible para ayudar a mi vieja porque para estudiar no me alcanzaba, así que pasé la noche anterior rezando y suplicando sacarme número bajo.

Cuando comenzó la transmisión se hizo un silencio absoluto. Mi número de orden era 093. Antes venía Luis con el 092, los demás tenían números de orden por arriba de los 300 con lo cual tenían que esperar bastante para saber si les tocaba o no.

El gordo de química, y lo digo cariñosamente porque era un tipo al que queríamos mucho, dejó el escritorio, se unió al grupo, extendió los brazos, como las alas de una paloma cobijando a sus pichones y torció un poco la cabeza direccionando la oreja a donde estaba la radio.

En eso se escucha claramente… número de orden 092…número de sorteo 97…

-¡Vamos carajo! – gritó Luis- como si hubiese sido el final del partido en el que su equipo se coronaba campeón.

-Te salvaste, Luis- le decían todos, número bajo…

Yo me quedé mirándolo. Por primera vez, sentí envidia. Yo no soy un tipo envidioso, es más no sabría definir la envidia, pero en ese momento, yo quería ser él, quería estar en el lugar de él, tener la suerte de él, así que creo que eso debe ser lo más parecido a la envidia, celos, o como se llame.

En ese momento recordé cuando fuimos juntos a sacar los documentos al registro civil.

Cuando la empleada llamó desde el interior de la oficina, me preguntó:

-¿Pasas vos o paso yo?

– Pasá vos, Luis, a mí no me gusta encarar primero- le dije.

– Sos cagón- sentenció y encaró para la oficina.

Aquella vez, esa verdad lacerante lanzada sin maquillaje me había dejado paralizado, rumiando el insulto hasta poder tragarlo.

En eso el flaco Pacheco me codea y me dice ahí viene el tuyo, boludo…

Reaccioné. – Shhh, silencio- dije. En la radio estaban diciendo mi número de orden y en seguida el número de sorteo. No lo podía creer. Envolví mi cabeza con mis dos manos y me la llevé contra el pecho. La puta madre- grité – por qué tanta mala suerte…

¡Qué desgracia, loco! – gritaba y daba vueltas por el salón, ante la mirada atónita de mis compañeros y del profesor que trataba de frenarme imponiendo toda su voluminosa humanidad ante mí.

Cuando me voy calmando y enfilo para mi banco me encuentro de frente con Luis y antes de que pudiera emitir sonido, le digo- y vos… callate, no te atrevas a decir una sola palabra.

No estaba con ánimo para soportar una vez más que me refregara en la cara mi supuesta falta de valentía como aquella tarde en el registro civil…

Después de unos meses, cuando estaba arriba del avión con el uniforme y el fal en la mano, mirando a cada uno de los que iban conmigo y viendo en sus rostros el mismo cagazo que sentía yo por dentro; me acordé de Luis y de aquello de que la colimba no era ir a la guerra.

-Mierda!!! Sí que estábamos yendo a la guerra y ahí, entre la incertidumbre y el miedo, entre mi falta de osadía y mi mala suerte, hice un juramento.

Levanté la vista y me di cuenta que la cosa iba en serio. Más aún cuando el capitán que venía con nosotros en el avión, antes de desembarcar, intentó una arenga, poco convincente, en la que dijo que lo único que podía hacer por nosotros era traernos comestibles, que todo lo que habíamos aprendido en el cuartel, durante esa instrucción de mierda que duró poco y nada, teníamos que aplicarlo allá, dijo señalando hacia abajo. Y en eso se largó a llorar el tipo. El capitán se puso a llorar como un chico y se tapaba la cara con las dos manos.

El llanto debe ser contagioso como el bostezo, porque enseguida muchos de los pibes también se pusieron a llorar, como si el capitán hubiera dado con su propia angustia la orden para que cada uno se nosotros pudiéramos expulsar la que llevábamos contenida en nuestro pecho. Otros compañeros se bajaban el casco hasta la nariz, tapándose la cara, disimulando las lágrimas, tratando de mostrarse enteros en medio del desequilibrio emocional que generaban esos días por venir, allí en las islas.

Es indudable que ser consciente de la noción del tiempo permite ordenar los sucesos en secuencias, pero la verdad que en ese contexto, perdí la cuenta de los días que habían pasado desde nuestro arribo.

Me costaba saber en qué día estábamos. En tierra firme, el tiempo se medía en claridad y oscuridad. En momentos de luz y momentos de insondable negrura.

Fueron días y noches interminables para nosotros. Teníamos la sensación de que los días no duraban todos lo mismo, sino que dependía de aquello que se nos mandara a hacer o del accionar del enemigo.

Las noches de guardia en la trinchera, en las que no podíamos siquiera prender un poco de fuego para calentarnos, por miedo a delatar la posición, eran eternas, no terminaban nunca y te ponían los nervios de punta. 3

En cambio aquellos días en los que entrábamos en combate, parecían ser más cortos y sin darnos cuenta nos caía la noche encima. Por eso digo que perdí la noción de tiempo.

Uno de los últimos días de la guerra, yo estaba en el monte Dos Hermanas. Adelante nuestro estaba el Regimiento 4 de Corrientes. Al costado teníamos al Regimiento de Infantería 7 de La Plata. Pasábamos todo el día en la trinchera. Muy pocas veces bajábamos del cerro para matar un par de ovejas, sancocharlas así nomás y comerlas.

Cuando venía un soldado del curso del teniente que nos mandaba; un flaco, compañero nuestro, le pedía los binoculares, el otro se los prestaba y así fue que vio cómo desembarcaban los ingleses, que tardaron, creo un par de días, en llegar a donde estábamos nosotros.

Tomaron todo a las corridas. Los gurkas mataron a unos cuantos del Regimiento de Corrientes. Y a nosotros nos rodearon en forma de medialuna. Yo estaba arriba, en el monte, con un par más, cuando los vimos, al amanecer, en medio de la neblina. Con el fuego enemigo caen tres o cuatro de los nuestros. En eso tiran un morterazo que cae cerca de nuestra posición y una esquirla le vuela la tapa de la rodilla, limpita, a un compañero. Vi la sangre salir a borbotones, como nunca antes. De inmediato lo trasladaron al hospital de Puerto Argentino, pero, según nos dijeron después, llegó desangrado.

A otro una esquirla le dio en la espalda. Y a otro que trepaba un poco el monte para montar una MAG también lo bajaron con una ráfaga de ametralladora.

En ese momento, pensé que si lo habían matado a él me iban a matar a mí también, no había chance… ¿por qué me salvaría?

Y entonces recordé mi timidez cuando fuimos a sacar el documento, mi falta de valentía, según Luis, recordé mis ganas de salvarme de la colimba y mis miedos que yo mismo alimentaba y pensé en mi vieja y en lo difícil que sería habituarse a la soledad y al silencio de mi cuarto vacío y a mi presencia solo en algunas fotos y me acordé del juramento que cambiaría para siempre mi destino.

El estruendo de una bomba cercana me trajo de nuevo a la realidad y en ese momento lo veo al flaco que pedía los binoculares, un muchacho muy humilde, nacido en un pueblito del interior de la provincia, que no sabía leer ni escribir, según me contó una noche en la que estábamos de guardia en la trinchera; que le da como un ataque de locura y a los gritos empezó a sacudirles con la MAG.

A este, cuando pare un segundo, le sacuden y lo hacen cagar – pensé. Podría haberme rajado para el monte, como hicieron algunos, pero jamás me perdonaría una traición semejante.

Así que me le puse a la par y lo fui asistiendo como abastecedor y así estuvimos unas cuantas horas en plena noche, un tiempo que no se medía en horas ni minutos, sino en coraje y resistencia. Cuánto más resistíamos, lográbamos que el tiempo jugara a nuestro favor. 4

En un momento yo no aguantaba más, estaba exhausto de ponerle las cintas de balas, pero el flaco seguía tirando y yo trataba de sacar fuerzas de donde podía para seguir ahí, a su lado, alimentando la ametralladora.

Pasó la noche, llegó la claridad y ahí seguíamos los dos sin haber cedido ni un centímetro nuestra posición de combate.

Cuando el sol estaba un poco más alto, llegó el subteniente y nos pide que nos vayamos, que abandonemos la posición. Cuando me di vuelta, el subteniente ya estaba bastante lejos.

-Andá vos también- me dijo. Ya hiciste bastante. Si no hubiera sido por vos, no pasábamos la noche. Andá, cuídate que tu vieja te espera… En el horizonte, los ingleses venían cantando, bien chupados, tirando al aire, como si estuvieran de paseo.

Y me quedé al lado del flaco, tirando a mansalva contra los piratas hasta que se nos acabaron las municiones, pero ese tiempo ganado fue suficiente para que toda la compañía se replegara hacia Puerto Argentino.

Entrada la noche, agotadísimos, llegamos hasta nuestro puesto de reunión cerca del cementerio. Hacía ya unas cuantas horas que formalmente nos habíamos rendido.

Y al ver la bandera blanca colgada en el mástil, lo abracé y le dije:

– Sos un héroe.

– Vos también – me dijo. Hay que ser muy valiente para hacer lo que hiciste. Aunque los verdaderos héroes son ellos- agregó- señalando algunos cuerpos inertes que yacían sobre la tundra… y nos largamos a llorar. A llorar de tristeza, de miedo, de agradecimiento por estar vivos, lloramos como pibes, como lo que éramos y yo también lloré un poco de felicidad por el juramento cumplido.

– Qué duro es volver vencido- murmuró.

– Sí, volver va a ser peor que estar, contesté.

Era el día 74 de la guerra.

Fernando C. Pachiani

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